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Se lo que quieres(9)
Author: Samantha M. Bailey

   Su actitud me preocupa. Empiezan a sudarme las palmas de las manos.

   —¿Qué tal le va, Morgan?

   No sé qué contestar. Jessica me aconsejaría no decir nada hasta que llegue ella, pero tengo que responder.

   —Bien. Tirando.

   Martínez asiente.

   —¿Puede decir su nombre y dirección para que conste, por favor?

   Me tiemblan las manos.

   —Creo que debería esperar a mi abogada.

   —¿Viene de camino su abogada? Interesante. Se da cuenta de que solo le estamos tomando declaración como testigo, ¿verdad?

   Eso creía. Pero, entonces, ¿por qué actúa como si yo fuera culpable? Al final cedo ante la presión y digo mi nombre y dirección.

   —¿Puede decirme qué pasó exactamente hoy en el andén de Grand/State? —prosigue.

   Trago con fuerza para ganar algo de tiempo, con la esperanza de que Jessica aparezca por la puerta y me ayude. Martínez clava sus ojos marrones en mí y se ajusta un poco más la coleta.

   Intento recordarme que la verdad está de mi lado. ¿De qué tengo que preocuparme? Martínez solo quiere saber qué pasó. Y había muchos testigos. Mucha gente tuvo que ver cómo esa mujer me daba a su hija y luego saltaba.

   Respiro hondo, abro la boca y me sale todo a chorro.

   —Yo estaba esperando el metro para volver a casa a la hora de siempre. No prestaba atención a lo que me rodeaba, así que me sorprendí cuando de repente una mujer me agarró del brazo y me dijo que cogiera a su bebé.

   Martínez arquea sus cejas perfectamente depiladas.

   —¿Sabe quién era?

   Niego con la cabeza.

   —No. No la había visto en mi vida. Parecía… no estar bien. Yo aparté el brazo, porque me estaba asustando. Estábamos muy cerca del borde y temía por ella y por el bebé, pero no sabía qué hacer.

   —¿Se fue? ¿O pidió ayuda a alguien?

   Tiemblo. Ojalá lo hubiera hecho.

   —Todo pasó muy rápido. Ella estaba delante de mí y miraba a todas partes, como si estuviera buscando a alguien en el andén. Como si estuviera asustada. Entonces me dijo que no dejara que hicieran daño a su bebé.

   Me acerco el bolso. No le voy a contar que esa mujer dijo mi nombre. Ni tampoco lo de la notita con el nombre de Amanda.

   —¿Y cómo llegó el bebé a sus brazos antes de que la mujer cayera a las vías?

   El corazón me late a golpes contra el pecho.

   —Ella me la puso en los brazos. Me quedé aturdida y la cogí. De hecho, temía que se me cayera, así que la agarré con fuerza. Y mientras estaba mirando a esa preciosidad, su madre saltó. —Mi voz se traba y caen lágrimas de mis ojos—. Yo… ni siquiera pude pararla. Fue todo tan rápido…

   Martínez me da un pañuelo de papel, pero no hay ninguna amabilidad en su forma de hacerlo.

   —Creo que no me lo está contando todo —dice.

   Me estremezco.

   —Todo lo que le he dicho es verdad.

   —No es que lo que me haya dicho no sea cierto. Es «lo que no» me está contando, Morgan. Los agentes que están sobre el terreno, en el andén, han tomado declaración a varios testigos. La gente vio cómo pasó todo. Y oyeron a la mujer que saltó. Morgan, oyeron cómo decía su nombre.

   El vestido me oprime el pecho. Me rasco el esternón, preguntándome por qué no le habré contado ese detalle.

   —Sí, pero es que ni siquiera estaba segura de haberla oído bien. Todo fue tan aterrador y repentino… Le estoy diciendo la verdad. Le cuento lo que sé. Nunca había visto a esa mujer. No la conocía ni había hablado con ella. No sé quién era ni cómo me conocía… ni por qué se puso a hablar conmigo.

   Ya está. Se lo he contado todo. Salvo lo de la notita morada. ¿Y si lo sabe también? ¿Debería esperar a Jessica o sacar todo lo que llevo en el bolso y confesar?

   Martínez respira hondo, se cruza de brazos.

   —¿Llevaba puesta alguna etiqueta o placa con su nombre, para el trabajo, tal vez? ¿O alguna joya personalizada? ¿Algo que pudiera decirle cómo se llama?

   Lo pienso un momento. No se me ocurre nada.

   —No.

   Martínez se queda mirándome, entonces coge el Chicago Tribune que había dejado al borde de la mesa. Lo abre bruscamente. Señala un artículo.

   —Morgan, sí que conoce a la víctima. Es Nicole Markham, directora ejecutiva de la línea de ropa Breathe. ¿Qué relación tenía con ella?

   No puedo evitar que me salga un grito ahogado. La foto es de una mujer muy guapa con rizos castaños, piernas largas y estilizadas, tacones plateados, una falda ajustada y elástica color coral y una camiseta entallada con cuello en V. La viva imagen de una directiva con empuje y totalmente equilibrada. ¿Cómo es posible que sea la misma mujer desaliñada y presa del pánico que me rogó que quisiera a su bebé antes de arrojarse a la muerte? Es ella, aunque la transformación es espantosa, como un cambio de look a la inversa.

   Claro que conozco la compañía Breathe. ¿Quién no? Incluso tengo varios de sus clásicos leggings para hacer yoga. Pero ella no me suena. No la conozco personalmente. ¿Por qué iba a pedirme esta profesional poderosa y completamente desconocida, a mí, que mantuviera a salvo a su hija? ¿De qué me conocía? ¿Y mantenerla a salvo de qué?

   Entonces me golpea una idea.

   —Mi nombre salió en las noticias cuando murió Ryan. ¿Es posible que me conociera de eso?

   No digo «ahora que relacionan mi nombre equivocadamente con desfalco», pero estoy segura de que Martínez sabe a qué me refiero.

   —¿O puede que Breathe tenga alguna relación con Haven House, el sitio donde trabajo? Poca gente sabe de su existencia; se encuentra en un anodino edificio marrón de West Illinois Street, bien escondido para salvaguardar a las mujeres y niños que se refugian en él.

   Martínez golpea el tacón de su zapato negro contra el suelo.

   —Echaremos un ojo a los archivos de Haven House. —Intenta mirarme con empatía, pero el sentimiento no alcanza sus ojos—. Debe de ser difícil estar sola. Ahora que su marido no está.

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