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Se lo que quieres(13)
Author: Samantha M. Bailey

   Durante dos semanas, Tessa había venido a visitarla casi a diario. Le trajo muestras de aceites esenciales de Breathe e intentó todas las técnicas de mindfulness que conocía para ayudar a Nicole, pero nada funcionaba. Finalmente, hacía unos días, cuando Greg estaba en el trabajo y ellas se encontraban en el sofá del salón, Tessa tuvo que coger a Quinn porque Nicole de repente no podía respirar. Le caían gotas de sudor por la cara y se apretó una mano sobre el pecho para aliviar el espantoso dolor.

   —Nic, puede que necesites ir al médico. Sé que no quieres que te mediquen, pero lo estás pasando muy mal.

   —Odio los medicamentos, Tess. Necesito estar alerta —contestó a duras penas.

   —Pero es que no lo estás. Y los tratamientos han cambiado mucho en los últimos años. Hazlo por Quinn. Solo ve a hablar con tu médico.

   Desesperada, Nicole hizo caso a Tessa. Su médico le recetó Xanax de inmediato, asegurándole que esa era la opción más rápida. Apenas llevaba cuatro días tomándola, siguiendo sus indicaciones, y ya se sentía absolutamente incapaz de superar el día sin drogas. Examinó frenéticamente su mesilla, un magnífico mueble de caoba acabado a mano que su decorador encontró en una preciosa tienda de North Clyborne Avenue. Pero no encontró el omnipresente frasco naranja de pastillas blancas que siempre guardaba junto a la cama.

   Se levantó, agarrándose al borde de la mesa para mantener el equilibrio. ¿Se había caído el frasco al suelo? No lo veía. Estaba tan cansada que no podía pensar. ¿Había cambiado el frasco de sitio y luego se había olvidado?

   Abrió el cajón de la mesilla para ver si lo había guardado por equivocación. Las pastillas tampoco estaban allí. Sí encontró una bola de papel arrugado junto a un libro de tapa dura. La sacó. Era la carta de Donna. La misma que estaba segura de haber dejado en la mesa de su despacho en Breathe.

   NO TE MERECES UNA HIJA. ERES UNA ASESINA.

NO ERES CAPAZ DE MANTENERLA A SALVO.

   ¿Cómo había llegado a su casa? ¿La trajo ella y luego lo olvidó? ¿O la había puesto alguien allí?

   Quinn estaba llorando otra vez. Nicole volvió a meter el papel en el cajón y lo cerró de golpe.

   —Mami está aquí. Estoy aquí —dijo, con la respiración entrecortada.

   Se inclinó sobre la cuna para mecer a su bebé. Sintió un tirón en el estómago. No tenía ni idea de que la recuperación de una cesárea fuera tan dolorosa. Ni de que el amor que sentía por Quinn la abrumaría por completo.

   Con la niña agarrada contra su cuerpo, Nicole logró llegar al baño. Abrió el armario de vidrio mientras la sostenía. Allí estaba el frasco de pastillas. La inundó una sensación de alivio. ¿Era la maternidad así para todo el mundo? ¿Un constante estado de miedo y angustia? ¿Pasar de ser una persona adulta plenamente segura a un desastre aterrado, ansioso y olvidadizo, de la noche a la mañana? No tenía amigas con hijos y, aunque algunas de sus empleadas eran madres, tampoco guardaba una relación cercana con ellas, de modo que no podía preguntarles. Y tampoco podía hablarlo con su madre. De solo pensarlo sintió una punzada de pena en el corazón.

   Quinn seguía llorando. La llevó a la cuna del dormitorio y tragó varias pastillas sin agua, sabiendo que no tardarían en despejar su mente. De repente, sonó el móvil de Greg en el piso de abajo. Antes, el tono de Misión imposible solía hacerla reír; ponía los ojos en blanco, exasperada. Ahora casi nada la hacía reír.

   Oyó que contestaba y soltaba una risita: era evidente que hablaba con una mujer. Ahora ya nunca se reía así con ella. No desde que nació la niña. Simplemente, había dejado de ser divertida desde que era madre.

   Cogió a la niña y cubrió su cabecita con una mano. Entonces fue hacia lo alto de la escalera y empezó a bajar al piso de abajo sentándose en cada escalón con mucho cuidado. Era humillante tener que hacerlo así, y cada movimiento suponía un pinchazo de dolor en el estómago. Pero eso era preferible a caer de bruces sobre el suelo de madera y que Quinn se partiera el cráneo.

   —Calma —dijo en voz alta para que no la invadiera esa idea.

   Entonces pensó en las pastillas. Cuando se le cayó la bolsa de la farmacia con el frasco sobre la encimera de la cocina, después de ir al médico, Greg le dijo:

   —¿No dejas que te pongan epidural y ahora vas a tomar Xanax?

   —Siempre he tenido un problema de ansiedad y durante mucho tiempo lo he podido sobrellevar —contestó ella. Eso era lo máximo que le había llegado a admitir—. Empecé a tenerla después del accidente de mis padres. Luego, en la universidad, estuve tomando Zoloft, pero lo dejé hace años. Me daba sueño y no podía concentrarme. Mi médico ha dicho que el Xanax es mejor y completamente seguro para cuidar de Quinn.

   —No me habías dicho que tomabas ansiolíticos. —Greg se frotó la frente y luego acarició suavemente la nuca de Nicole—. Nic, sé que eres adicta al trabajo, pero nunca te había visto tan al límite. Me preocupas.

   —No te preocupes, estoy bien —contestó ella mientras abría el frasco y cogía dos pastillas.

   Al llegar al escalón inferior, acomodó a Quinn en el hueco del codo para usar el otro brazo para levantarse. Bajar al piso de abajo era agotador, pero moverse le sentaba de maravilla. Le encantaba aquella casa. Era una graystone de tres plantas en East Bellevue Place, una auténtica obra maestra en pleno Gold Coast. La pagaron en efectivo, nada que ver con la casa de ladrillo de dos plantas en Winnetka que tanto les costó mantener a su hermano Ben y a ella tras la muerte de sus padres. Al final, comprendieron que la herencia no bastaba para cubrir las humedades del techo, la caldera reventada y el sótano inundado, y tuvieron que vender la casa familiar después de que Nicole volviera de Kenosha. Ella se fue a una residencia en Columbia College, y Ben encontró un pequeño apartamento cerca de la Facultad de Medicina.

   Nicole pasó por el salón blanco, decorado con cromo y vidrio (todo líneas limpias y nada de desorden), y vio que los tulipanes morados que siempre tenía frescos en un jarrón de Lalique estaban muertos, con los pétalos amontonados tristemente en el suelo. Había ido posponiendo la visita del equipo de limpieza que solía mantener la casa impoluta. Ahora mismo no se sentía cómoda teniendo desconocidos en casa.

   Greg estaba en la cocina tomando un café, todavía al teléfono. Al verla observándole, se sonrojó y puso fin a la llamada. ¿Por qué, últimamente, colgaba a toda prisa cada vez que ella entraba en la habitación?

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