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Se lo que quieres
Author: Samantha M. Bailey

1

 

 

Morgan


   Lunes, 7 de agosto

   —Coge a mi hija.

   Su voz quebradiza y rasgada me estremece. Estoy de pie en el andén, como cada día después del trabajo, esperando a que llegue el metro. Antes, trataba de sonreír a la gente, pero ahora soy más recelosa. Desde que murió Ryan, mi marido, nadie sabe cómo comportarse conmigo, y tampoco yo sé cómo hacerlo con ellos. Normalmente, me mantengo retraída, con la cabeza baja: por eso mismo me sorprende la voz.

   Alzo la vista. Creía que la mujer hablaba con una amiga, pero no. Tiene aspecto desaliñado, con unos pantalones de yoga negros descoloridos y una camiseta blanca manchada. Está sola y se dirige a mí.

   Lleva un bebé dormido apretado contra el pecho con un brazo. Sabe que ha conseguido captar mi atención. Se acerca a mí, haciendo que mi bolso me golpee contra el costado. Y entonces clava sus uñas afiladas sobre mi muñeca desnuda.

   —Por favor, llévate a mi niña.

   A pesar del calor que hace en la estación Grand/State, unos dedos gélidos de terror recorren mi espalda. Esta mujer está al límite, y yo con ella, al menos en sentido literal. Casi siempre espero en el borde del andén, para ser la primera en subirme al vagón. Bastaría un empujón para hacerme caer a las vías. Sin embargo, por muy miserables que hayan sido los últimos dieciocho meses, por muy aislada que me haya quedado desde la muerte de Ryan, me he construido una nueva vida. No quiero que acabe aquí.

   Con suavidad, quito mi brazo de su mano.

   —Perdona, ¿te importa…?

   Ella se acerca aún más, tanto que me quedo sobre la línea azul del andén. Tiene la mirada desquiciada, y los labios ensangrentados y en carne viva, como si se los hubiera mordido. Es evidente que necesita ayuda. Me aparto la melena negra de la cara y, con la mirada en las baldosas de color gris moteado del andén, le digo:

   —Deberíamos echarnos un poco hacia atrás. Aquí. —Le tiendo la mano para que se aparte del borde, pero ella no se mueve.

   Me está poniendo muy nerviosa. Como asistente social, puedo reconocer los signos de alarma en la gente. Son señales que debería haber visto en Ryan. Si no me hubiera convertido en la esposa fiel, obtusa y conscientemente ciega que nunca pensé que sería, es posible que mi marido se hubiese entregado y hubiera pedido ayuda antes de que fuese demasiado tarde. Podría haber visto que, aunque le declarasen culpable de desfalco, había cosas peores. Como la muerte. Si yo hubiera notado algo antes, ahora tal vez no estaría pagando los crímenes que no supe que Ryan había cometido hasta después de morir.

   Tal vez ya sería madre, como la mujer que tengo delante.

   La verdad es que tiene muy mal aspecto. De su cabeza salen anárquicas matas de rizos negros, como si le hubieran cortado el pelo con una sierra mecánica. Aparto la mirada rápidamente.

   —He estado observándote —me dice con voz estrangulada.

   Tiene al bebé agarrado con mucha fuerza, tanta que temo por su seguridad. Sus ojos, envueltos en unas sombras tan oscuras que parece que la hubieran golpeado, se mueven de un lado a otro sin parar.

   —¿Buscas a alguien? ¿Has quedado con alguien aquí?

   Y entonces me arrepiento de interesarme, cuando lo que debería hacer es darle directamente el teléfono de Kate, mi jefa en Haven House, el refugio para mujeres donde trabajo. Ya no soy la jefa de asistentes y asesora principal allí. Me han relegado a encargada de oficina. Ojalá nunca hubiera conocido a Ryan. Ojalá nunca me hubiera enamorado de su sonrisa sucia y su humor autocrítico. Y ya no hay remedio. Aún tengo trabajo. No he hecho nada malo, pero he perdido mucho, incluida la fe de la gente en mí. La fe en mí misma.

   Esta mujer no es una cliente a la que asesorar. ¿Quién soy yo para dar consejo a nadie?

   Su mirada turbada vuelve a posarse sobre mí, y en su rostro demacrado veo una expresión de puro terror.

   —Mantenla a salvo.

   La niña está profundamente dormida, con su naricita y su boca diminuta demasiado apretadas contra el pecho de la madre. No es consciente de su sufrimiento. Noto que estoy absorbiendo sin querer el dolor de esta mujer, a pesar de que ya tengo el mío con el que lidiar. Cuando estoy a punto de darle el número de teléfono del refugio, vuelve a hablar.

   —Llevo mucho tiempo observándote. Pareces una mujer amable. Buena. Lista. Por favor, Morgan.

   Echo la cabeza hacia atrás, sorprendida. ¿Ha dicho mi nombre? Es imposible. Es la primera vez que la veo.

   Besa los mechones de pelo de su bebé y vuelve a clavarme sus penetrantes ojos azules.

   —Sé lo que quieres. No dejes que nadie le haga daño. Quiérela por mí, Morgan.

   «¿Sé lo que quieres?»

   —Pero ¿cómo vas a saber nada de mí? —empiezo a decir.

   Sin embargo, mi voz se pierde con el aviso por megafonía que advierte a los pasajeros que deben apartarse del borde del andén. Sus labios agrietados vuelven a moverse, pero no la oigo por el rugido del viento a través del túnel.

   Siento auténtico pánico. Algo malo está pasando. Lo intuyo. Tengo que alejarme de esta mujer.

   La gente empieza a rodearnos, pero nadie parece darse cuenta de que algo raro está sucediendo. Son personas que vuelven del trabajo, inmersas en su propio mundo, igual que yo hace apenas unos minutos.

   La mujer vuelve a recorrer el andén con la mirada. Extiende los brazos, lanzando a su bebé hacia mí, y mis manos la cogen por instinto. La miro en mis brazos y los ojos se me llenan de lágrimas. Está envuelta en una manta amarilla muy suave, y su rostro parece sereno y feliz.

   Cuando vuelvo a levantar la vista hacia su madre un segundo después, el tren entra en la estación, chirriando.

   Y entonces salta.

 

 

2

 

 

Nicole


   Ocho semanas antes

   Nicole daba golpecitos sobre la última página del brillante catálogo de invierno de Breathe. Lo hacía con el bolígrafo Montblanc Bohème Papill que le regaló su marido, Greg. Algo no encajaba. La modelo aparecía en la posición del guerrero, mostrando la nueva línea de pantalones rectos de vestir. Estudió la fotografía entornando los ojos. Sí, tenía una arruga en la rodilla. No servía. Esta campaña de publicidad era el proyecto más importante que había hecho recientemente antes de tomarse la baja por maternidad, que empezaría al concluir esa misma jornada laboral. Como fundadora y directora ejecutiva de una de las marcas más importantes de athleisure y wellness (la tendencia de moda que combinaba la ropa deportiva con el estilo informal), tenía que dar su aprobación a todo lo que produjera Breathe. No saldría del trabajo hasta que el catálogo estuviera perfecto.

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