—¿Quién era? —le preguntó.
—Mi ayudante. Era sobre la cartera de un cliente.
Greg se frotó las manos sobre los muslos del pantalón de su traje, una costumbre cada vez más arraigada en él. Era una pequeña grieta en su fachada de seguridad, y a Nicole eso le hacía sentir que no era la única con defectos.
—Le queda mucho por aprender y necesita ayuda.
Ella era nueva en lo de la maternidad y también necesitaba ayuda, pensó Nicole. Pero no lo dijo. Greg la examinó de arriba abajo con la mirada. Podía imaginar perfectamente lo que veía: las manchas de un tono rojo azulado bajo los ojos, el pelo lacio y sin fuerza, los mismos pantalones negros de yoga de Breathe y la misma camiseta que había llevado durante días. ¿Cómo era posible que hubiese creado un imperio multimillonario y ahora ni siquiera tuviese energías para darse una ducha y cambiarse de ropa?
—¿Va a venir Tessa en algún momento hoy?
Nicole se encogió de hombros.
—No estoy segura. ¿Por qué?
—Te vendría bien un poco de compañía femenina. De hecho, he pensado que deberíamos buscar ayuda de verdad, ayuda pagada, para que tengas más tiempo para ti. Incluso un día de spa. Podríamos ir juntos, como antes.
Sintió un pinchazo en el pecho. Simplemente, Greg no lo entendía. Ella no quería separarse de su hija ni un segundo. En los ojos de su marido había una tristeza que jamás había visto, como si la chispa se hubiera apagado. Recordaba cómo se le iluminó el rostro cuando le regaló unos billetes a París en primera clase por su primer aniversario. Lo mucho que les costó esperar hasta llegar a la habitación del hotel sin arrancarse la ropa, y cómo la llevaba cogida de la mano por cada calle adoquinada que atravesaron.
Greg le pidió matrimonio cuando apenas llevaban seis meses saliendo. Hincó una rodilla en el vestíbulo de Breathe, delante de todos sus empleados, y dijo:
—Nunca he conocido a nadie que abrace la vida con tanta confianza y pasión como tú. Quiero compartir la mía contigo.
¿Dónde estaba esa confianza ahora? Cuando Breathe abrió su cuarta tienda internacional en Singapur, Greg hizo una reserva a nombre de Nicole en el Everest, el restaurante preferido de ella, en el piso cuarenta del edificio de la Bolsa Mercantil de Chicago. Estuvo solo esperándola durante una hora porque ella tenía una videoconferencia. Y no le importó. En aquella época, la habría esperado para siempre. Ahora se sentía desconectada de él. Pero no sabía si la sensación era cosa suya solamente.
—Estás muy cansada, Nic. De veras, creo que deberíamos contratar a una niñera.
—Nada de niñeras —dijo rápidamente, y se presionó con la base de la mano la sien donde notaba crecer el dolor—. ¿Sabes qué ha pasado con mis pastillas? No estaban en mi mesilla.
Greg frunció el ceño.
—Te las dejaste aquí, en la despensa, al lado de la leche de fórmula, y las puse en el cajón de las medicinas, en el baño.
Nicole rastreó su memoria. ¿En serio se las había dejado allí? Últimamente, apenas recordaba haberse cepillado los dientes.
Greg le acercó un biberón que acababa de calentar, y de repente se le llenaron los ojos de lágrimas. Aquel pequeño gesto le daba ganas de derrumbarse en sus brazos. Pero no quería parecer frágil: tenía que mantener la compostura.
Quinn estaba llorando con fuerza. Nicole metió la tetina entre sus labios rosados y el silencio que inundó la cocina casi la hizo llorar de alivio. Cada vez que oía los lloros descorazonadores de su hija, sentía que eran culpa suya.
De repente, sonó el móvil que llevaba en el bolsillo de los pantalones de yoga. La brillante idea de añadirles bolsillos en la línea de primavera del año pasado había sido de Tessa.
Greg le cogió a Quinn y sonrió a su hija. Por ese breve instante, Nicole se sintió dichosa viendo a su pequeña familia. Todo iba a ir bien. Simplemente, había sido un cambio enorme. Pero lo superarían. Su marido siempre daría prioridad a la carrera de Nicole, porque sabía lo mucho que Breathe significaba para ella, para ambos y para sus sueños de éxito. Juntos eran capaces de cualquier cosa.
Sacó el teléfono del bolsillo. Era un mensaje de Tessa, la única persona con la que podía hablar últimamente: «¿Puedo pasarme más tarde? Podíamos dar un paseo. Le he comprado un vestido a Quinn».
Nicole contestó: «No sé si estoy preparada para paseos todavía. Pero pásate después del trabajo, porfa».
Cuando alzó la vista, Greg y Quinn ya no estaban en la cocina.
De pronto, un sonido agudo y metálico rompió el silencio. Era Duérmete, niño, una nana que nunca le cantaba a su hija porque le recodaba a Amanda y a aquel horroroso día de verano. Nicole se quedó helada.
¿De dónde venía? Greg y ella no habían abierto todavía ninguno de los juguetes musicales que les habían regalado.
La inquietante melodía paró.
—¿Cariño? —dijo—. ¿Has oído eso?
—¿Qué? —contestó Greg desde el salón.
¿Lo había imaginado?
Sus manos temblaban violentamente. Sonaba como si viniera de arriba.
No quería que Greg volviese a mirarla como si estuviera loca, así que decidió averiguarlo por sí misma. La pelvis le dolía y palpitaba, pero fue hacia la escalera y empezó a subir. Cada escalón era como una montaña para ella. Al final, llegó a la cima, triunfante.
La planta de arriba estaba completamente en silencio. Cuando se disponía a bajar de nuevo, el soniquete lento y siniestro de la nana volvió a comenzar. Venía del cuarto de Quinn. Nicole empujó la puerta.
Las paredes estaban decoradas con vinilos en forma de ramas de cerezo que trepaban flanqueando una estantería blanca repleta de animales de peluche. Era una habitación de ensueño, perfecta para su hija. Sin embargo, al mirar hacia la cuna, vio que sobre ella giraba un móvil de mariposas de color pastel, una imagen que veía desde hacía casi veinte años. Era el mismo juguete que colgaba encima de la cuna de Amanda, el móvil que Donna dejaba encendido toda la noche en cuanto Amanda abría un ojo.