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Se lo que quieres(12)
Author: Samantha M. Bailey

   Jessica se vuelve hacia mí y me indica que la siga. Tiene los labios fruncidos en una fina línea.

   «Mantenla a salvo.»

   «Quiérela por mí, Morgan.»

   Esa mujer, Nicole, sabía que yo estaría en Grand/State. Me eligió a mí. No sé por qué, pero lo voy a averiguar. No pienso cometer el mismo error dos veces. Ni me voy a quedar de brazos cruzados mientras el mundo entero decide que soy una mala persona.

   Jessica me agarra del brazo.

   —Vamos —dice.

   Atravieso la puerta y salimos de la sala de declaraciones. Nunca más quiero entrar en ella. Estoy cansada de inspectores y de policía, y también de las historias que se cuentan cuando en realidad no saben nada de mí. Esta vez, no voy a aguantarlo. Voy a limpiar mi nombre de una vez por todas.

 

 

6

 

 

Nicole


   Cinco semanas antes

   El sudor se acumulaba entre los pechos de Nicole y le goteaba por la nuca. El sol de la mañana atravesaba con fuerza las cortinas de seda color crema, punzando con sus brillantes rayos sus ojos secos y doloridos. Hasta ser madre, no había entendido lo que es el insomnio. Aparte de que Quinn parecía tener hambre cada hora, Nicole se quedaba despierta toda la noche observándola de manera obsesiva, cerciorándose de que seguía respirando. Cada vez que la niña cerraba sus preciosos ojitos del color del piélago, Nicole guardaba vigilia. A veces incluso la agitaba un poco para asegurarse de que seguía viva y respiraba.

   Porque cosas horribles pasaban cuando nadie miraba.

   De adolescente, nunca entendió por qué Donna estaba tan tensa y nerviosa siempre. Las estanterías de su salón estaban plagadas de libros de crianza desgastados. Guardaba tablas y apuntes sobre horarios de sueño y pañales. Nicole siempre lo vio como una exageración. Amanda era la niña más buena y alegre del mundo. Sin embargo, ahora que tenía a Quinn, de repente comprendía todas las preocupaciones de Donna. Solo podía pensar en escenarios catastróficos. ¿Qué pasaría si Quinn se atragantaba con la leche de fórmula? ¿Y si se le caía de los brazos? ¿O la apretaba con demasiada fuerza?

   El cambio que había experimentado, de ser una directora ejecutiva supereficiente y confiada a una madre insegura y nerviosa, resultaba abrumador. Ya no sabía bien quién era.

   Cerró los ojos con fuerza, apoyándose contra el cabecero de rejilla blanca, tratando de mantener el equilibrio a pesar de las oleadas de mareo. Quinn lloraba desde su cuna, pidiendo mimos. Nicole abrió los ojos para mirarla, pero lo único que veía era a Amanda.

   De repente, volvía a ser la niñera de diecisiete años, avanzando por el estrecho pasillo hacia el cuarto de Amanda. Ella solo pretendía cerrar los ojos un momento en el sofá, pero, por alguna razón, se había quedado dormida. Ya había pasado la hora de la siesta, pero Amanda seguía durmiendo, lo cual era extraño. Nunca había dormido tanto tiempo, tres horas enteras. Nicole empujó la puerta de la habitación. Sobre la cuna giraba el móvil de mariposa que siempre ayudaba a dormir a la niña. Los tonos suaves y lentos de Duérmete, niño seguían sonando en un bucle continuo.

   Se acercó a la cuna. Amanda parecía muy tranquila.

   —Nunca despiertes a un bebé dormido —le insistía siempre Donna.

   Y, a falta de experiencia, Nicole hacía lo que le decían. Ese era su trabajo.

   Pero algo no iba nada bien. Al inclinarse a coger a Amanda, sus largos rizos oscuros rozaron las mejillas de la niña, pero no abrió los ojos ni se echó a reír como siempre hacía. Sus bracitos tampoco se alzaron buscándola. Amanda no se movía.

   La sacó de la cuna y palpó su frente. Estaba fría. Con el corazón latiéndole a golpes, Nicole cayó de rodillas. Dejó suavemente el cuerpo diminuto e inmóvil en el suelo, poniendo su boca sobre la de la niña y apretando su pecho frágil y estrecho con las yemas de los dedos. «Por favor, por favor, por favor», repetía en voz alta.

   Sentía tales pinchazos en el pecho que creyó que le estaba dando un infarto. Empezó a reptar por el suelo para llamar al 911, y lo siguiente que recordaba era una máscara de oxígeno sobre su nariz y su boca.

   —¿Qué has hecho? —aullaba Donna. Su cabello largo y pelirrojo le tapaba la vista mientras intentaba adivinar por qué estaba en una camilla—. ¡Asesina!

   Entonces comprendió que Amanda estaba muerta.

   Y que era su culpa.

   No podía contárselo a Greg. Sí, parte de la preocupación y de la angustia que había experimentado desde el nacimiento de Quinn era normal. Pero él nunca entendería lo profundo de su pavor, su verdadero origen. No podía olvidar ni un instante que algo terrible podía ocurrirle a Quinn. Y por eso no la perdía nunca de vista. Sería la madre perfecta. Ese era su objetivo. Sin embargo, cada vez que expresaba alguna preocupación, lo único que decía Greg era: «Sigue tu instinto maternal». Pero ¿cómo hacerlo, cuando ni siquiera era capaz de dar el pecho a su bebé? Por mucho que lo intentaba, nunca tenía suficiente leche. Estaba muy decepcionada consigo misma, mientras que Greg se mostraba distante, frustrado y malhumorado con ella. Y cuando le comentaba sus inquietudes, él les restaba importancia.

   —No lo entiendes, Greg —le dijo con lágrimas cayendo por sus mejillas—. La leche materna contiene anticuerpos para combatir infecciones. Disminuye el riesgo de asma. La mantiene a salvo, ¡y no puedo dársela!

   —A mí no me dieron el pecho, y salí bastante bien. —La cogió entre sus brazos, pero ella no dejaba de llorar—. Nic, tienes que tranquilizarte. Eres una gran madre y Quinn está sana. ¿Y si coge algún resfriado de más? No pasará nada.

   Pero sí pasaba. Amanda también estaba sana.

   Oyó a Greg dando vueltas por el piso de abajo, preparándose para ir a trabajar. Pensó en pedirle que subiera a coger a la niña mientras ella se duchaba y se vestía, pero al final decidió hacerlo sola.

   Puso una mano sobre su vientre, aún delicado, intentando aspirar hondo y espirar lentamente, pero el corte todavía le dolía. Y la respiración profunda ya no mitigaba sus incesantes ataques de pánico. No le daban solamente por Quinn. No. Podía lidiar con los sollozos de su hija, eran señal de que su bebé estaba sana y vigorosa. Lo que la seguía inquietando era el nombre en la etiqueta de la cuna: Amanda. No podía quitarse de encima la sensación de que la estaban observando. O de que veía cosas que no eran. ¿Estuvo Donna realmente fuera de su habitación en el hospital? ¿Estaría en Chicago en ese momento? Si así era, ¿qué quería? ¿Desquitarse? ¿Vengarse? En tal caso, ¿hasta dónde estaba dispuesta a llegar?

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