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El bosque de los cuatro vientos(5)
Author: Maria Oruna

   —Ya he tomado muestras —replicó Lucho resoplando.

   —¿Y es normal que se vomite antes de un infarto?

   —Otro que ve mucho la tele. A ver, ¿qué pensabas?, ¿que cuando te da una insuficiencia cardíaca te llevas la mano al pecho porque te duele y ya está, como en las películas?

   —Y yo qué sé, por eso te pregunto.

   —Pues resulta que hasta es habitual tener los mismos síntomas que los de una indigestión... Ya sabes, náuseas, vómitos y todo lo demás. Hay gente que incluso puede notar una presión en la espalda o en la mandíbula, sin llegar a sentir ningún dolor en el pecho. ¿Qué?, ¿cómo te quedas?

   Xocas le lanzó una mirada cargada de incredulidad al forense y suspiró antes de volver a hablar.

   —¿Cuánto tardarás en tener el informe de la autopsia?

   —Tres o cuatro días. Las pruebas de tóxicos tardarán más. Pero, a ver, que a este ya te digo yo que le ha fallado el corazón, sin más. La coloración en la cara y el cuello, el sobrepeso... típico de las insuficiencias cardíacas. Ah, por si te interesa, debe de llevar muerto unas cuantas horas, desde la madrugada.

   —¿Y el tipo no era un poco joven para un infarto? —preguntó el sargento, que le había calculado al muerto solo unos treinta o treinta y cinco años.

   —Eso nunca se sabe, Xocas. Este tipo tampoco tiene pinta de haberse cuidado mucho —añadió, observando el evidente sobrepeso del cadáver—. De momento, solo te diré que no puedo certificar la causa de la muerte de forma clara. Además, si hubiese algo raro, lo llevarían los de la Unidad de Personas de Ourense, así que... ¿a ti qué más te da?

   Xocas volvió a cruzar los brazos.

   —Pues me da, Lucho, me da, porque aquí hay algo que no me cuadra.

   —Lo del hábito de monje ya te lo explicaron los del parador.

   En efecto, la directora del hotel, al reconocer el cuerpo, había confirmado que se trataba de Alfredo Comesaña, un guía que, ocasionalmente, hacía rutas teatralizadas vestido de monje benedictino. Comesaña era un hombre soltero que por no tener no tenía ni multas de tráfico, ni antecedentes ni nada en su vida que en apariencia resultase relevante. Vivía solo, pues no tenía más familia que un hermano que había emigrado a Alemania hacía muchísimos años. Trabajaba en un supermercado de Luíntra, y desde hacía unos meses realizaba aquella breve ruta para turistas para sacarse un dinero extra. Sin embargo, estas premisas y la posibilidad del fallecimiento a causa de un lamentable e inesperado infarto parecían no convencer al sargento.

   —¿Y es normal que tengan la cara así?

   —¿Así cómo?

   —Con ese gesto de dolor, tan descompuesto, como si lo hubiesen torturado.

   —¿Y qué pensabas, que al morir siempre se le queda a uno la cara plácida, como si lo estuviese acunando su mamaíta? Xocas, joder, que no la palmó durmiendo, que le dio una insuficiencia cardíaca.

   —Ya, ¿y por qué estaba aquí, precisamente? ¿Por qué en este huerto y él solo? —preguntó el sargento, más como si hablase consigo mismo que como si se tratara de una pregunta para el forense.

   —A ti lo que te pasa es que estás aburrido porque aquí nunca pasa nada.

   Xocas arrugó la nariz, dejando que sus ojos marrones sonriesen.

   —Puede ser.

 

 

   Media hora más tarde, y tras haber atendido las incesantes peticiones de discreción de la directora del parador, el sargento Xocas Taboada se encontraba en uno de los despachos del hotel tomando declaración a Rosa, la jefa de recepción. La joven, de piel clara y limpia, parecía tener las mejillas más sonrosadas que nunca. A pesar de los nervios y del susto que había sufrido al haber sido ella quien había descubierto el cadáver de Alfredo Comesaña, ahora parecía haberse repuesto por completo, y se mostraba serena y centrada.

   —Entonces, usted conocía personalmente al fallecido, Alfredo Comesaña.

   —Sí, señor. Venía un par de veces al mes a hacer rutas teatralizadas. Ayer por la noche hizo una.

   —¿Y las hacía de noche?

   —Sí, resultaba mucho más interesante para las visitas, más... —dudó, buscando la palabra adecuada— más misterioso; terminaban preparando una queimada en una de las salas del parador, la que antiguamente era el refectorio.

   —¿El qué?

   —El comedor de los monjes.

   —Ah. ¿Y sabemos algo de los turistas que llevó Alfredo Comesaña a la ruta? Me refiero a si hubo intoxicaciones, alguna incidencia...

   La joven negó con la cabeza.

   —No me consta; de hecho, eran todos de un grupo que vino en autobús y se ha marchado esta mañana a primera hora, después del desayuno. Siempre les preguntamos qué tal la experiencia, y desde luego, por lo que me han dicho mis compañeros, se han ido encantados.

   —Así que están todos vivos.

   Rosa enarcó las cejas y terminó por asentir, como si la prueba de vida fuese realmente necesaria.

   —Y la ruta, ¿incluía el bosque privado del parador?

   —No, que yo sepa. Normalmente hacían el recorrido por la iglesia y los tres claustros y terminaban con la queimada. De hecho, ayer Alfredo hizo lo habitual; después de terminar, como siempre, dejó las llaves en recepción... Así que lo normal habría sido que se marchase.

   —Pero no se fue.

   —Eso parece.

   —No la veo muy afectada.

   La joven se encogió de hombros.

   —Solo lo conocía por el tema de las rutas, y no hacía más que unos meses que se organizaban. Pero lamento lo que le ha pasado, claro. Ya se lo he explicado antes. Al principio, cuando encontré el cuerpo, ni siquiera pensé que fuese él, se lo juro. Estaba tan fuera de contexto... Yo no supe, o no sé, no pude relacionar... Estaba aterrorizada, ¿entiende? No podía encontrar explicación a que hubiese un monje muerto en nuestro bosque.

   El sargento asintió mirándola directamente a los ojos. No le pareció que mintiese.

   —Recapitulemos. A primera hora de la mañana, a través del teléfono de recepción, le contacta a usted la novia que se había casado la tarde anterior, ¿cierto?

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