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El bosque de los cuatro vientos(4)
Author: Maria Oruna

 

   Ouvide! Escoitade estos ruxidos...!

   Son as bruxas que están a purificarse

   nestas chamas espiritosas...

 

   No, imposible. Los invitados a la boda también habían inundado el claustro más antiguo del parador, intoxicándolo con su presencia. Ah, si los antiguos monjes levantasen la cabeza. Un lugar santo, de recogimiento, lleno de infieles ebrios tomándose fotos. Alfredo necesitaba aire. Cada vez le dolían más el pecho y el estómago. Además, no quedaba mucho para la cita. ¿Dónde podría hacer tiempo? Tenía que salir de allí. Iría al bosque. Los turistas nunca se adentraban de noche en el bosque privado del parador. Era un idílico jardín de árboles centenarios, atemporal y único, tranquilo. Allí tomaría aire.

   Alfredo avanzó a través de la atestada cafetería y salió por la puerta directa al bosquecillo. Se sentaría en el primer banco que viese, el más próximo. Miró al cielo: las estrellas parecían más acogedoras y legendarias que nunca. Cuando se aproximaba al lugar donde pensaba sentarse, escuchó gemidos. A solo un par de docenas de metros, dos invitados a la boda se poseían desesperados, completamente desinhibidos y sin haberse quitado apenas la ropa. Alfredo se agarró el estómago de puro dolor, se dio la vuelta y caminó en dirección contraria. Quizás tuviese que cancelar la cita. No, podía ser su única oportunidad de tener una reunión discreta, sin miradas ni dedos acusatorios. ¿Quién podía saber si su interlocutor no pensaba marcharse pronto, quizás incluso al día siguiente? Aquella cita podría cambiar su vida para siempre.

 

   E cando este gorentoso brebaxe

   baixe polas nosas gorxas,

   tamen todos nós quedaremos libres

   dos males da nosa alma

   e de todo embruxamento.

 

   Pero llegó un momento en que Alfredo ya no pudo pensar. Tuvo que detenerse, agotado. Era como si el cuerpo le ardiese por dentro. Se apoyó en una vieja pared de piedra, y vio que era la antigua huerta monacal. Debía regresar a la cafetería y pedir ayuda. Nunca se había sentido así, jamás. De pronto, otra fortísima náusea le provocó un nuevo vómito. Para su sorpresa, todavía llevaba dentro algo que vomitar sobre la hierba. El dolor era tan intenso e insoportable que no era capaz ni de gritar, ni de pedir auxilio siquiera a la pareja que se entregaba en el bosque. Se derrumbó sobre la hierba y agarró la tierra con las manos como si así pudiese agarrar la vida, pues supo que se le escapaba. Comprendió, asombrado y en un brevísimo instante de lucidez, quién le había provocado aquel terrible sufrimiento. Quiso volverse buscando oxígeno, intentando que su última mirada fuese para las estrellas, pero al siguiente segundo ya estaba muerto.

 

 

3

 

 

   El sargento Xocas Taboada era bajito y delgado, pero la profundidad de sus ojos oscuros parecía aportar a su presencia la solidez de las rocas. Quizás fuese la lacónica manera de mirar, concisa e inteligente. O tal vez la curvatura de los labios, que parecían estar siempre a punto de sonreír de forma cáustica, como si el mundo fuese una broma. Unas amplias entradas comenzaban ya a despejar la frente ganando espacio al cabello, todavía oscuro, pues apenas había cumplido cuarenta años.

   Ahora, el sargento observaba el cadáver con los brazos cruzados, pensando. Dos de sus guardias acababan de acordonar la zona de acceso al viejo huerto, aunque la dirección del parador de Santo Estevo ya había bloqueado antes la entrada de los clientes a su magnético y centenario bosque.

   —A ver, Lucho, entonces, ¿qué?

   —Que nos lo llevamos y ya veremos. A ver si te piensas que soy del CSI.

   Xocas suspiró sin cambiar la posición de los brazos y miró al forense, que estaba agachado inspeccionando el cadáver.

   —Pero podrás apreciar si hay o no hay indicios de criminalidad.

   —Puede que sí, puede que no. Hasta la autopsia, nada. ¿Qué más te da?, ¿no has activado ya el protocolo?

   —Sí, pero es la primera vez que nos encontramos un cuerpo en este estado.

   —¡Anda, la leche! ¿En qué estado? Ya te lo dije, insuficiencia cardíaca aguda, sin más. ¿Tú le ves un puñal clavado, una soga, un... qué sé yo..., un rito satánico alrededor? No se aprecian contusiones, ni cortes ni signos de violencia.

   —No, pero si hubiese indicios de criminalidad deberíamos llamar al juez para levantar el cuerpo.

   —Hostias, Xocas, no me jodas —replicó el forense riéndose amigablemente, haciendo que su incipiente barriga se moviese como gelatina en manos de un niño. Se incorporó y se acercó al sargento—. ¿Cuánto hace que nos conocemos? ¿Diez años? ¿Y tú has visto en este tiempo a algún juez acercarse por aquí a levantar nada?

   El sargento Xocas sabía que no, que en la práctica los jueces nunca asistían a aquella clase de cosas. No en su demarcación, al menos. Lo cierto era que en los diez años que llevaba destinado en el cuartel de la Guardia Civil en Luíntra solo había tenido que asistir a levantamientos de cadáveres de ancianos que vivían solos o que se habían accidentado con el tractor o que, sencillamente, habían sufrido una mala caída. Su cuartel pertenecía a Nogueira de Ramuín, donde se encontraba el parador de Santo Estevo. Los habitantes de la zona eran de edad muy avanzada, salvo en verano y algunos fines de semana, cuando los pueblos parecían volver a respirar. El sargento descruzó los brazos y paseó de nuevo alrededor del cadáver, observando los detalles del entorno. Posiblemente, aquel lugar habría sido en su día un huerto lleno de vida, orden y color, con aromas a toda clase de hierbas medicinales que cultivarían para la botica monacal.

   Sin embargo, ahora solo quedaba un trozo de tierra abandonado y cubierto de hierbajos desiguales. Un desierto verde que hacía juego con la soledad grisácea de aquellos muros deshabitados. El voluminoso cadáver había aparecido justo a la entrada del huerto, boca abajo y con las manos cerradas sobre la tierra, como si el hombre hubiese intentado sujetarse a ella. A pesar de lo trágico de la escena, el oscuro hábito monacal que llevaba el muerto encajaba a la perfección con el ambiente ancestral y melancólico, y era la policía judicial la que parecía fuera de lugar entre aquellos muros. El sargento se agachó cerca del cadáver, y fijó su mirada en lo que parecían unos discretos restos de vómito.

   —¿Y esto?

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