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El bosque de los cuatro vientos(3)
Author: Maria Oruna

   ¿Qué me importaban a mí esos nueve anillos? Nadie había encargado a Samotracia su localización, y eran unas reliquias tan antiguas que encontrarlas sería un milagro. Además, Pascual y yo habíamos comenzado a especializarnos en arte romano y griego y en pintura del siglo XX, amén de todas las piezas robadas que venían de Afganistán, que eran muchas. Las reliquias religiosas no eran nuestro fuerte, tal vez porque la posible remuneración que pudiese ofrecer la Iglesia ante un hallazgo de aquel tipo no sería especialmente generosa. Los importes que prometían las compañías de seguros de los jeques saudíes y de los funcionarios centroeuropeos eran mucho más interesantes, desde luego. Sin embargo, por algún motivo inexplicable, aquellos nueve anillos habían comenzado a fascinarme de inmediato, y no por sus supuestos milagros, sino por su desaparición. Si la historia era cierta, habían tenido que ser muy venerados y estar, además, fuertemente custodiados. Mil años de antigüedad e historia... ¿podían evaporarse sin más?

   Pensativo, abandoné el claustro y atravesé varios túneles de piedra centenarios, que por su iluminación suave y estudiada invitaban a la confidencia, a la intimidad. Así, me deslicé en silencio hasta el sótano del parador, donde se encontraba el spa. Me sumergí en una de sus burbujeantes piscinas calientes, cerré los ojos y comencé a imaginar qué podría haber pasado con aquellas reliquias. Habían tenido que ser muy relevantes para el paso de peregrinos. Tal vez los responsables de la mismísima Catedral de Santiago de Compostela hubiesen hecho desaparecer aquellos objetos milagrosos, preocupados porque su veneración en Ourense pudiese reducir su propia afluencia de fieles y viajeros a Compostela. Era un planteamiento fantasioso, pero no descabellado.

   La idea de averiguar qué habría sucedido con aquellas inusuales reliquias me fascinaba. ¿No sería extraordinario que pudiese encontrarlas? Tal vez no como trabajo formal de Samotracia, sino como puro pasatiempo, por curiosidad. Reconozco que a veces me gusta entretenerme con imposibles, creo que para olvidar que, a pesar de mi apariencia amable, yo mismo soy, y siempre seré, un extraño monstruo.

   Cuando regresé a Madrid, le conté la leyenda de los nueve anillos a Pascual; se mostró interesado, aunque, como suponía, no le vio mucha rentabilidad a la investigación. Por entonces estaba más pendiente de la búsqueda de un cuadro de Picasso que había desaparecido del yate de un jeque, porque nuestra comisión del diez por ciento del hallazgo, de lograrlo, resultaría mucho más interesante que la búsqueda de unos viejos anillos que nadie reclamaba.

   Así las cosas, volví a mis ocupaciones en Samotracia y durante todo el verano trabajé buscando el cuadro de Picasso y reuniéndome con marchantes de toda Europa. A comienzos del mes de septiembre empecé mis vacaciones, y decidí emplearlas en la búsqueda de aquellos anillos que tanto y tan sorprendentemente habían estimulado mi curiosidad. Regresé por mi cuenta al monasterio de Santo Estevo para hospedarme de nuevo en lo que era ahora un parador escondido en el inmenso bosque que bordeaba el río Sil. Comencé a indagar, acudí al Archivo Histórico del Obispado y al Archivo Provincial de Ourense, e incluso subí a preguntar a los vecinos del pueblo puerta por puerta. Descubrí, para mi sorpresa, que la misteriosa desaparición de aquellos anillos de mil años de antigüedad no encontraba su clave en el Medievo, sino mucho más tarde, a comienzos del siglo XIX.

   Tardé casi dos semanas en desvelar parte del extraordinario viaje que habían hecho los anillos, y hoy, y ahora, siento que este rincón secreto del mundo es uno de esos lugares donde ha sucedido absolutamente todo y donde ya no queda rastro de nada, salvo en sus piedras, esculpidas por el agua, la historia y el musgo de lo pretérito y vetusto.

   Pero tras este breve tiempo en el parador, en el que aún permanezco, un incómodo hormigueo asciende desde mi estómago y me angustia. Acaba de morir una persona y creo que puede haber sido por mi culpa. Esta mañana la chica de la recepción ha encontrado el cuerpo, y no sé si le habrá aterrado más la visión del cadáver o el creer que había viajado al pasado, doscientos años en el tiempo.

   He sabido que ya ha llegado la policía judicial, y acabo de solicitar una entrevista con el responsable al mando. Entre tanto, espero en este pasillo del parador, y no puedo apartar mi vista del claustro de los Caballeros, como si contemplar su manto de césped rodeado de arquería y de galerías de piedra pudiese darme un poco de calma. No, no tengo otra opción. Debo contarle a la policía toda la verdad, todo cuanto ha sucedido desde hace dos semanas, cuando comencé a buscar los nueve anillos.

 

 

2

 

 

   La noche había ido bien en el parador de Santo Estevo y Alfredo Comesaña se sentía satisfecho. El grupo era bastante grande, y a diez euros por cabeza había compensado vestirse de monje, impostar la voz e inventarse historias. Sin embargo, al final de la queimada el dolor había empezado a ser insoportable. Había comenzado un par de horas antes: en el pecho, en el estómago, por todo el cuerpo. Tenía que cuidarse más, ya se lo había dicho el médico.

   Esta noche haría la versión corta del show, la más rápida. Todavía le sorprendía la infantil fascinación que producía en los turistas el conjuro de la queimada. ¿Sería el fuego?

 

   Mouchos, coruxas, sapos e bruxas;

   demos, trasnos e diaños...

 

   Cuando terminó su actuación, Alfredo Comesaña recogió y guardó el pote de la queimada junto con el poco aguardiente que había quedado sin quemar y fue a devolver las llaves del antiguo refectorio. No, la verdad es que no se encontraba nada bien. No sabía si aguantaría en pie hasta la cita de aquella noche. Fue al servicio y vomitó hasta que no le quedó más que el alma dentro. Creyó sentirse mejor, aunque había comenzado a notar frío, a pesar del calor que solía pasar con aquel hábito de monje. Salió al exterior y comprobó que el claustro de los Caballeros era un hervidero de gente; los turistas que él había llevado de paseo se fundían con los invitados a una boda, y la mayor parte de ellos ya estaban un poco borrachos.

   De pronto, víctima de una contradicción térmica, Alfredo sintió calor. Un calor frío y extraño, acompañado de unas náuseas intensas. Toda aquella gente lo agobiaba, provocándole una sensación de claustrofobia. Decidió dirigirse al claustro de los Obispos. Allí seguramente estaría más tranquilo y podría recomponerse mientras esperaba a su cita en un ambiente más relajado en el que respirar aire fresco.

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